Cuentan la historia de un pequeño pueblo de Siberia que, acosado por los lobos, decidió un buen día formar una partida para darles caza. La tarea no se presentaba sencilla y por ello se escogió a los más valientes, a los mejores tiradores – un pequeño grupo. Y para corresponder a tal servicio, la comunidad acordó hacerse cargo de sus trabajos, de sus rebaños y el cuidado de sus casas, durante todo el tiempo que durara la batida. Se hizo así, y la decisión se mostró acertada: en pocos meses los ataques de las bestias se volvieron cada vez más ocasionales, y en lo más crudo del invierno las pérdidas apenas si fueron unas pocas ovejas y una que otra espantada en algún corral – consecuencia sin duda de la desesperación aislada de algún lobo muy hambriento y demasiado joven. Las gentes del lugar no cabían en sí de gozo: se felicitaban y colmaban a los cazadores de honores y pequeños presentes, al tiempos que se hacían cargo de sus tareas cotidianas con esmero. Por su parte, los cazadores llevaban una vida regalada: se levantaban tarde, haraganeaban todo el día y cuando el sol declinaba salían a sus puestos en los bosques cercanos a vivaquear. Una vez allí, tan pronto como se delataba la manada, acudían todos al punto con las escopetas prestas y abatían tantos lobos como podían – y no eran pocos. Y así cada noche – y durante tiempo y tiempo les pareció de ese color redondo que tiene lo perfecto.
Incluso vender las pieles resultó también ser un buen negocio. Sin embargo, la historia seguía contando que no tardó en asomar la sombra de un grave problema: los hombres de la partida comenzaron a darse cuenta de que, de continuar con la eficacia de sus batidas, pronto se acabaría para siempre la amenaza de los lobos en toda la región – y, con ella, la buena vida del cazador. Y habría que regresar a apacentar los rebaños, almacenar el forraje, remover el estiércol... – en fin, a toda esa sorda lucha por la existencia cotidiana de la que tan milagrosamente estaban exentos. La expectativa era grave, y se comentó, se analizó, se discutió – cada vez más a menudo. Finalmente, alguien propuso la solución más extrema: se trataba de abatir las fieras necesarias como para que el pueblo siguiera considerando eficaces sus servicios, pero no las suficientes como para que se pudiera prescindir de ellos. Había que fijar un cupo exacto para que los lobos continuaran siendo, en adelante y para siempre, una aceptable amenaza. Se trataba de evitar a toda costa que la manada se extinguiera – sólo así podrían seguir ellos gozando con su vida de cazadores de lobos. Así se propuso, y así se hizo. Y lo que la historia acaba contando es que de este modo fue como el pueblo no acabó de librarse nunca, desde entonces, ni de los lobos ni de los cazadores de lobos
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