lunes, 29 de noviembre de 2010

De pasada…

Un día de trabajo, a las siete de la tarde llevo en la piel el calor del día y el cansancio.
Fuera la lluvia, va renunciando tras el poniente. A esta hora, dan ganas de dejar los ojos pegados en las nubes que cambian de color cada dos minutos.
Decididamente, esta tierra tiene los atardeceres más bellos del mundo.

Dentro, entre estas cuatro paredes blancas, que me he aprendido de memoria, la luz artificial cae sobre mi cabeza a mil por hora.
De pronto entre el silencio, un sonido quiebra la rigidez de la jornada. Agudo, en acordes, dulce, musical.
Detengo mis manos, por reflejo vuelvo la mirada hacia la entrada, la puerta de vidrio está muda, quieta, por el pasillo circula gente conversando, riendo ajenas al melodía que ya ha cesado.
Por un instante vuelvo a lo mío, el sonido nuevamente trastoca la tarde por segunda vez, mis ojos buscan el delicioso origen de la flauta afinada.

Qué osadía más impertinente y agradable atreverse a interrumpir una tarde laboral con tal frescura!
¿Pero de dónde nace este maravilloso abanico de notas, que se filtra por rendijas hasta penetrar los quicios del alma?

Trasformaban silencios que vestían de fiesta, dejaban agudos gorgoteos vibrando en el pecho, como si fuese uno quien cantaba.
Llenaban todo el pequeño patio de trinos que rebotaban en los vidrios mientras, la ropa se secaba, intentaba ganar espacio entre los viejos muros.
Desde sus puntas, saltaban las notas hacia el cielo, de ahí a la casa vecina, y a la otra, y otra.

Jamás la soledad logro velar el canto de los canarios. Ya casi había olvidado la voz de la dulzura

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